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Recuerdo la noche en la que me di de bruces con la realidad.

Sentado en un banco con dos amigos, hacíamos unas risas y recordábamos los tiempos pasados entre la bruma del alcohol y el ruido de la gente de fiesta cuando unas jovencitas se colocaron a nuestro lado.

Pedro, como siempre que el género femenino se ponía a tiro, comenzó una conversación insustancial sobre nada en concreto repleta de tópicos, haciendo valer el lenguaje corporal sobre el discurso verbal sin contenido, siguiendo el procedimiento habitual y reglado que se había mostrado tan eficaz en otras ocasiones.

La falta de respuesta por parte de las féminas era algo esperado. El cansancio hacía mella en todos los que estábamos en aquella plaza. De hecho, la noche se iba corriendo para casa y el cielo ya empezaba a tener ese color azul violeta tan extraño de los instantes previos al amanecer.

Como corresponde a alguien con larga experiencia en estas lides, el silencio de las chicas no desanimó a Pedro en absoluto, que siguió azuzándolas con más frases hechas, miradas fijas y sonrisas de depredador profesional.

Ante su insistencia, una de ellas comenzó a replicarle con frases de doble sentido preñadas de sorna y afiladas como una cuchilla de afeitar, con lo que se inició una partida en la que era evidente que la presa ya había ganado de calle en el tercer movimiento, dejando al león mareado, incapaz de seguir sus ágiles brincos, sabedora de su superioridad y de que la distancia de seguridad que había establecido le libraba de cualquier posible zarpazo, que en todo caso no iba a permitir.

Sus amigas la contemplaban como los monitos cuando la madre mona rompe una nuez con una piedra, como intentando descubrir el truco y colocándole la etiqueta de “importante”. Si no fuera porque no es socialmente correcto, se hubieran puesto en pie y la hubieran jaleado como las cheerleaders en las pelis americanas.

Finalmente Pedro desistió con una extraña sensación de vértigo y se quedó en silencio. Era evidente que no iba a conseguir nada y que estaba quedando en una situación que rayaba el ridículo. Arturo y yo nos miramos y nos lanzamos una sonrisita de complicidad apenas perceptible.

El combate había terminado y la líder victoriosa propuso ir a buscar algún sitio abierto donde tomar un kalimotxo, a lo que sus amigas no pusieron reparo alguno, levantándose con una prontitud digna de un soldado de segunda a la orden de firmes.

Pedro, quizá por la inercia del boxeador noqueado mientras el ring no para de girar, les espetó:

 - Bueno preciosas, hasta otro rato.

 - Saluda de mi parte a tu sobrina,que está en mi clase – dijo la lista volviendo la cabeza mientras se alejaba.

Jaque mate. Punto, set y partido. Nadie pregunto cuál era su nombre para cumplir con el recado. Nos quedamos en un silencio largo y pastoso.

 - Pero si eran unas crías... – dije con una mezcla de reproche y condescendencia.

 - Lo que pasa es que estamos fuera del mercado. – dijo Arturo – Somos unos viejos.

Nos volvimos a quedar en silencio, contemplando la plaza llena de vasos de plástico vacíos que los diligentes basureros iban acumulando con brío en montones. Ya se había hecho de día y las hordas de noctámbulos se disgregaban en grupos que arrastraban los pies buscando un local donde la oscuridad iluminada por luces artificiales de colores y la música atronadora les lobotomizase lo suficiente como para eclipsar ese sol que no dejaba de ascender.

 - Chicos, yo me voy para casa – dijo Arturo recogiendo las últimas fuerzas de las que disponía.

 - Yo también – dije apoyando las manos en el asiento del banco para ayudarme con los brazos en el inmenso esfuerzo de ponerme en pie.

 - Pues yo me voy a tomar un caldo, a ver si me asienta el estómago - dijo Pedro.

Nos despedimos y cada uno tiramos hacia un lado, caminando despacio.

Por el camino me di cuenta de que mi percepción había cambiado. Ya no miraba sólo a los demás. Primero me miraba a mi y luego contraponía a los demás. El resultado de la ecuación era “imposible”. Arturo tenía razón. Estábamos fuera del mercado, éramos unos viejos. Jugábamos en segunda y nunca podríamos volver a la división de honor. En todo caso nuestro futuro era bajar a tercera. Maldita sea; veía el final. Esa puerta se había cerrado, para siempre.

Cuando estaba llegando al aparcamiento, se me acercó un joven, recién duchado y con los ojos limpios que denotaban que había descansado toda la noche.

 - Perdone señor, ¿me puede decir la hora?.

 - Las ocho menos diez – respondí sin prisa y con desdén.

 - ¡Qué ya son menos diez! – les gritó a sus amigos mientras se acercaba a ellos corriendo.

Me senté en el coche despacio y me quedé quieto un momento. Tras un largo suspiro, recuerdo que me dije:

 - Ya no soy eterno.